PARÍS.- Acompañado de su compañero y amigo Daniel Evans, que no podía evitar las lágrimas de emoción, aplaudido por sus rivales, los estadoundenses Taylor Fritz y Tommy Paul, y ovacionado por la grada que coreó una y otra vez su nombre, Andy Murray puso fin a su carrera como jugador, derrotado en los cuartos de final de dobles en París por 6-2 y 6-4.
Mientras los norteamericanos celebran su pase a la lucha por las medallas citados con los australianos Mathew Ebden y John Peers, Andy Murray se dirigió al centro de la pista del recinto Suzanne Lenglen, brazos en alto y el gesto contrariado. Cabizbajo y agradecido a la vez.
Era un adiós definitivo. Anunciado pero definitivo. El último. Habían resucitado una y otra vez en las rondas previas a base de salvar puntos de partido una y otra vez. Ocurrió con los belgas Sander Gille y Jonan Vliegen y también, antes, con los japoneses Taro Daniel y Kei Nishikori.
Pero los estadounidenses son otra cosa. No hicieron concesiones y firmaron la última historia sobre la pista de uno de los jugadores más grandes de la historia reciente. Andy Murray, marcado por las lesiones, por su afán de volver, por su lucha contra las limitaciones.
Murray formó parte, como miembro consolidado y por derecho propio, en un jugador que compartió la hegemonía del tenis durante años, capaz de imponerse en cualquier momento a Federer, Nadal o Djokovic. Así fue hasta que en el 2019 llegó la lesión que le cambió la vida, la operación de cadera.
El primer británico en ganar un torneo del Grand Slam, el Abierto de Estados Unidos, desde que Fred Perry lo consiguió en 1936, inició su decadencia. No por malos resultados, ni superado en la cancha. Fue la salud la que le dejó fuera de combate. Un sinfín de lesiones, especialmente la intervención quirúrgica que terminó con una prótesis en la cadera. Y la espalda, maltrecha.